Me dicen que,
adelantándote a los verdugos, has levantado la mano contra ti mismo.
Ocho años desterrado,
observando el ascenso del enemigo, empujado finalmente a una frontera incruzable,
has cruzado, me dicen, otra que sí es cruzable.
Imperios se derrumban.
Los jefes de pandilla se pasean como hombres de estado. Los pueblos se han
vuelto invisibles bajo sus armamentos.
Así el futuro está en
tinieblas, y débiles
las fuerzas del bien.
Tú veías todo esto
cuando destruiste el
cuerpo destinado a la tortura.
Bertolt
Brecht (1940)
Hoy
se cumple un aniversario luctuoso de Walter Benjamin, quién “empujado finalmente a una frontera incruzable”, debió cruzar otra frontera que “sí era
cruzable”: la muerte. Una muerte a la que, irónicamente, debió condenarse a
sí mismo para poder liberarse de sus verdugos. En la noche de un día como hoy
pero de 1940, Benjamin estaba llamado a salvarse a sí mismo y a salvar también
a los miembros del grupo con los que huía
del fascismo europeo con la condena a su propia muerte.
La “violencia mítica” y el “estado de derecho” calderonista
En Para una crítica de la violencia (1921), Walter Benjamin dice que el derecho, las leyes de la sociedad
civil, están hechas para legitimar la violencia. La legalidad no busca la
justicia sino la justificación de la
violencia.
Se
trata de la “violencia mítica”, la del mito de la justicia, aquella que exige
sacrificios, que limita, que establece fronteras, culpabiliza y es sangrienta;
además de que no debe cuestionarse
porque es la Ley y aquella a la que
el poder sólo le sirve para fundar el “derecho”.
La
Guerra en contra del narcotráfico encarna esta “violencia mítica”. Calderón, en
efecto, es responsable directo de al menos 70 000 muertes. Sin embargo, no
puede ser “juzgado” porque tiene de su lado a la “justicia” y al “derecho”. El
propio Calderón ha dicho que sus funciones consisten en hacer valer el “estado
derecho” y que él sólo está aplicando la ley. Y, en efecto, Calderón aplica la
ley de la “violencia mítica”, y su aplicación exige sacrificios que deben ser rendidos al Dios del Estado, cuyo falso y
asqueroso mesías, Calderón, está libre de “pecado” y de “culpa”.
La
legalidad y la aplicación del derecho —tal como lo entiende el Presidente— se
convierten en un “estado de excepción” carente de justicia. El intento de
Calderón de aplicar la ley nos lleva a todos a padecer un continuo “estado de
excepción”. La aplicación de la idea que Calderón tiene de “justicia” se basa
en la “violencia mítica”, pues sostiene que no
hay derecho sin sacrificio. Es decir: por un lado, no hay “derecho” sin el
sacrificio de alguna de las partes de la población, aquellas partes que se
convierten en las víctimas —tanto las víctimas del “daño colateral” como
también los propios narcotraficantes— y, por otro lado, tampoco hay “derecho”
sin el sacrificio de los derechos del conjunto de la sociedad civil, quienes
viven condenados a la limitación de su libertad a favor de la justicia del
Estado nacional, pues el ciudadano debe sacrificarse en nombre el Estado. El
Dios mítico es el Dios del Estado.
Se
trata de la misma “violencia mítica” con la que la ONU pretende hacer imperar
la Paz, a través de una cruzada trasnacional para erradicar el mal que ahora es
encarnado por Irán.
Walter
Benjamin, sin embargo, nos enseña que la
justicia debe imperar sobre cualquier derecho y por encima de la violencia.
Nos enseña que no se trata de renunciar a la justicia, pero habrá que buscarla en un lugar distinto al del
derecho positivo y al de la justificación legal de la violencia. El derecho positivo,
por cierto, encuentra su contraparte en los “derechos humanos”. Esto quiere
decir que, por encima de lo humano, no debe haber ningún derecho “civil” que
valga.
Lo
único que nos puede “salvar” de esta violencia es la “violencia divina”. Se
trata de una “violencia” pura, de una violencia que es redentora, que no busca
culpables, que libera y que destruye y aplasta a la violencia mítica. Es la
violencia que, dice Ẑiẑek[1], ejecuta
el “Ángel de la historia” para salvar a la humanidad de la catástrofe en la que
se encuentra. Una violencia que, como enseña Benjamin en su Tesis sobre la historia, puede ejercer cualquier
ser humano “aquí y ahora” (Jetztzeit),
sólo basta propulsar la “débil fuerza mesiánica” que nos ha sido conferida y no
olvidar que “cada segundo es la pequeña puerta por donde se puede colar el
Mesías”. Se trata de la “violencia pura” de la Revolución (con mayúscula). Una
Revolución que debe comprenderse de un modo distinto al tradicional, pues es
una revolución (minúscula) al estilo benjaminiano: que acontece en las fisuras,
entre los “vencidos”, al margen, en la periferia, aquí y ahora, difuminada,
personal pero tendencialmente universal: justa.
[1]
Slavoj Ẑiẑek, Sobre la violencia. Seis reflexiones
marginales, Buenos Aires, Paidós, 2010, p. 212 y ss.
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