Por Rodrigo Hernández Sandoval
Hubo un perro sentado en una banca de un parque mirando el amanecer. Sus ojos alcanzaban los rayos nacientes del sol y sus orejas se helaban con el frío que llegaba del norte. Su reflejo en el charco sucio se rompió al momento en que éste cayó sobre el mismo. Motivado por el hombre que en sus entrañas renacía caminó con las patas mojadas moviendo la cola, por una calle donde murió la última lámpara del alumbrado público.
A los lejos, un niño de la mano de su madre
llegó hasta el puesto de tacos, donde la mujer pidió una orden, que entre ambos
desayunarían. El perro llegó hasta allí, con la cabeza agachada y husmeando
sobre algún rastro perdido de comida. El niño recibió dos de los tres tacos y
los comió lentamente, disfrutándolos hasta que sólo quedó un pedazo; de pronto
miró a personas que lazaron sendos gritos a un perro que se alejaba asustado de
ellas, con la cola entre las patas. El niño no pudo dar el último bocado al
sobrante de su taco y tratando de que su madre no lo viera, lanzó el pedazo de
taco hacia el perro que se había alejado con los ojos tristes y flacos. Este perro
se lanzó sobre lo que había caído cerca de él, descubriendo con sus sentido
agudizados por el hambre, que se trataba de comida. La devoró al instante. El
niño lo miraba y lo llamaba con leves movimientos de su mano, pidiéndole que se
acercara, pero al tratar de hacerlo se interpuso un grito entre él y ese niño
que ahora ya no sonreía. Era la madre regañando al chiquillo, quien lo jaló
otra vez de la mano, llevándoselo lejos del perro que abría el hocico, como
sonriendo.
La madre continuó regañando al
niño y éste al agachar la cabeza y sin querer, vio que el perro al que le había
dado de comer, les seguía. En un descuido el niño soltó de la mano a la mujer en
el momento en que los dos cruzaban la calle, justo cuando un camión pasaba. La madre
soltó un grito y el perro, a pocos centímetros del niño, se aventó con las
patas delanteras para, sin proponérselo, dejarlo tirado fuera del alcance del
camión y quedar él, debajo de las llantas, chillando de dolor. Cuando el niño
pudo alcanzar a su amigo, éste miraba desde el piso con sus ojos vacíos, la
salida entera del sol.
*Tomado de Boletín
ENAH, No. 6, México, ENAH, octubre, 2012, p. 5.
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