♪♫Sin chamba, pues cómo
poder sin chamba♪♫
poder sin chamba♪♫
Y heme ahí. Primero: a pararse temprano. Después: a ponerse guapo (en la medida de lo posible). Y a salir a buscar trabajo. A ver si encuentro una prepa donde me den unas cuantas horas. Tampoco quiero muchas. Sólo es para taparle el ojo al macho. Un ingreso extra y un poco de experiencia en nivel “medio-superior” no le cae mal a nadie. Y qué mejor que la chamba esté cerca de casa (para no gastar tanto dinero en pasaje ni invertir tanto tiempo en el traslado; nunca por simple comodidad). Pero, como en cualquier otro barrio de la “prole”: no hay muchas escuelas privadas.
Previamente
había hecho un recorrido mental para ubicar las prepas particulares que se encuentran cerca de casa. Pero por más
que recorría mentalmente las calles y avenidas de mi ciudad —¡que vaya que las
conozco como la palma de mi mano!— no recordaba más que sólo dos escuelas. Es
lo malo de estar “jodidos”: si no hay acceso a la educación pública, menos a la
privada. ¡Tendré que salir a buscar el trabajo un poco más lejos!
Salí
temprano y recorrí el oriente del DF. Tampoco hay muchas escuelas particulares.
Triste. Muy triste. A mí me da igual no conseguir trabajo. Pero lo que no
soporto es saber que para las “clases bajas” está bloqueada la posibilidad (derecho)
de acceso a la educación tanto media como superior. Puesto que las familias no
tienen dinero para pagar escuelas a sus hijos, tampoco hay instituciones que
quieran instalar sus centros educativos donde nadie los pueda pagar. ¡Obvio!
Las leyes del mercado son las leyes del mercado. ¿Qué se le va a hacer? No
tiene caso la formación educativa cuando es más apremiante generar un poco de
dinero. Sea como sea, los jóvenes deben generar ingresos: ya sea en el comercio
“informal”, en los negocios de sus padres, de obreros mal pagados o vendiendo
droga. Se trata de entrarle a donde
el reparto “azaroso” de las “fuerzas productivas” lo acomoden a uno.
Mientras
se viaja por las calles y avenidas del oriente de la ciudad se percibe la
marginación y desigualdad a las que son condenados cientos de miles de
individuos por parte de un sistema educativo. Y aún más, pues pensado a un
nivel de mayor alcance, esta condena a la exclusión proviene de un orden social
que no sólo legitima y promueve la miseria sino también la hostilidad entre los
seres humanos.
Finalmente,
por la tarde, terminé mi recorrido por la búsqueda de centros escolares al
oriente de la ciudad. Antes de llegar a casa pensé en pasar a las dos escuelas
privadas de mi Ciudad. Cuando llegué a la primera de ellas me di cuenta que era
de nivel secundaria (no había nivel preparatoria). Ni modo. Entones me trasladé
al otro centro escolar que recordaba. Dejé mi curriculum y tomé rumbo a casa. El día ya se había hecho tarde y
acababa de llover. El resplandor del sol se proyectaba sobre el asfalto mojado.
Decidí ir caminando a casa para recorrer esas calles que son mías pero que ya he dejado de andar. Son
las calles que cuando tenía 17 años caminaba todos los días para regresar a
casa después de asistir a la preparatoria oficial.
Todo sigue
igual (algunas casas más grandes). Mi caminata casi concluía porque ya estaba
cerca de casa. Me esforzaba por retener el aroma de estas calles porque sabía
que tardará un tiempo más para volverlas a caminar. Pero el ruido de unas
sirenas de patrullas y de dos helicópteros (uno de Radio Red y otro de la policía)
no me dejaban disfrutar los aromas de mi andar ni me permitían observar el sol
reflejándose en los charcos.
Noté el
movimiento de patrullas. Me preocupé porque advertí que algo grave estaba sucediendo.
Pensé que si uno vive en barrio “pobre” ya tendría uno que haberse acostumbrado
a los conflictos. Pensaba también que no es fortuita la violencia en las
colonias de esta Ciudad. ¡Claro! No se necesita un doctorado para saber la
razón. “En los “suburbios” a menor educación, mayor violencia”. Ésta, me
imagino (no sin cierta mezcla de cinismo y de ingenuidad), ha de ser una ley “científico-social”
para los sociólogos. En estas condiciones de marginación es donde,
“naturalmente”, tienen que estallar todas las contradicciones sociales de un
sistema destructivo: ignorancia, robo, pobreza, violencia, malestar, violencia
sexual, etc., etc., etc.
Ya
estaba a cinco minutos de casa. Las patrullas no dejaban de pasar. La gente a
fuera de sus casas. Había mucho movimiento inusual. Escuché disparos. ¡Bam! ¡Bam! ¡Bam! Todos a ocultarse en
sus casas. Yo seguía caminando. Me di cuenta de que el conflicto estaba a
treinta metros de mi domicilio. ¡Bam!
¡Bam! A arrinconarse al costado de una pared. Mucha gente observaba el
hecho. Se asomaban desde sus zaguanes. Todos esperaban lo peor. El ojo voyeur debe alimentarse de vez en cuando
de ese peculiar color rojo que sólo proyecta la sangre.
—¿Qué
pasa? —le pregunto a mi vecino que trabaja como repartidor de garrafones de agua—.
—No sé
bien. Pero los chavos de la herrería se están agarrando a balazos con los
policías —me constesta—.
Los
chavos de la herrería, mis vecinos, disparaban porque se resistían al arresto
pero se encontraban rodeados por decenas de policías de varias corporaciones:
municipales, ministeriales y federales.
¡Bam! ¡Bam! ¡Bam! A
ocultarse de nuevo. ¿Y qué hago yo en medio de tanta gente? Como todos, viendo
el tiroteo a sabiendas de que nadie tiene nada que hacer ahí (por aquello de
las “balas perdidas”). ¡Bam! ¡Bam! ¡Bam!
A la serie de mirones se agregaba la mirada expectativa y angustiada de varias
decenas de madres, pues frente al domicilio de donde salían los disparos se
localiza un kínder. Los niños se encontraban dentro. Después nos enteramos de
que sus maestros tuvieron que servirse de las estrategias que emprenden los
profesores de Ciudad Juárez en situaciones similares: primero, ponerse boca
abajo sobre el suelo y, después, cantar junto con los niños alguna melodía de Barney.
El
tiroteo se prolongó por varias horas. Mejor me fui a casa a comer (sí, el
hambre no se me espantó). Mientras tanto, los equipos de asalto de la policía
arribaron al lugar. ¡Bam! ¡Bam! ¡Bam!
La prioridad era sacar a los niños del kínder de la línea de fuego. Así lo hicieron.
Pensaba,
mientras escuchaba las detonaciones, que los chavos de la herrería, mis
vecinos, estaban siendo abatidos no por los policías sino por el mismo sistema
excluyente que en la mañana me había sacado de mi colonia para buscar trabajo
en otros lados, es decir, la falta de educación y, en general, la falta de un
horizonte de apertura de posibilidades para los jóvenes de los barrios “bajos”.
En ese
pequeño espacio, cercado por la policía, se cerraba todo un círculo vicioso.
Adentro del kínder se encontraban niños que muy probablemente están condenados
a una vida que no abrirá posibilidades de desarrollo para ellos. Niños cuyos
padres deben dejar abandonados en ese kinder para que puedan cumplir con su
jornada laboral de 10 horas. Niños que, algunos de ellos, en 15 años deberán
buscar formas de ingreso ilícitas y que quizá se vean en la misma situación que
la de sus congéneres, quienes, en ese mismo momento, con disparos libraban una
lucha contra los policías para no ser arrestados.
¡Bam! ¡Bam! ¡Bam! Yo
comía en casa pero los disparos taladraban mi mente y el sobrevuelo bajo de los
helicópteros hacía vibrar los vidrios de las ventanas. Fue estremecedor y
doloroso saber lo que sucedía “allá fuera”.
Sin
embargo, en medio de todos esos disparos, hubo un hecho que contrastaba
grotescamente con lo que sucedía: apareció
un arcoíris. En la ciudad los arcoíris ya son cosa rarísima. La gente
volteaba a ver el cielo y notaba que algo hermoso estaba sobre sus cabezas, al
tiempo que abajo sucedía un hecho terrenal que todos se esforzaban por
comprender. Entre sí, la gente señalaba al cielo: —¿Ya viste? —se decían—. Las
personas no sabían bien hacía dónde mirar: no sabían si poner atención al
conjunto de significaciones “salvajes” que emanaban de la balacera o, en
cambio, “distraerse” de eso y, más bien,
mirar al cielo. Por más “romántico” que pueda sonar, era como si el
arcoíris nos gritara y nos dijera a todos: la única forma de negar y trascender
la violencia es mediante lo “sublime”: el
territorio del arte.
Finalmente,
un muerto y dos heridos. Todos ellos pertenecientes a la familia de donde
salían los disparos, es decir, en este cuento de policías y ladrones, sólo hubo
“bajas” entro los “malos”. No hubo “daño colateral” (aunque me pregunto: puede
sostenerse la ausencia de “daño colateral” cuando la violencia que todos
observábamos en silencio provenía directamente
de la marginación). Quien falleció y quienes resultaron heridos pertenecen a
tres generaciones de una misma familia. Los dos heridos: un joven, que no llega
a los 20 años, y su padre, un adulto que no rebasa los 40. Quien falleció: el
abuelo de 60, el mismo señor que (con un escandaloso resonar jarocho) siempre
me pregunta(ba) por mi padre: —¿Y el paisita?
¿Dónde está mi paisita?
Eran
mis vecinos, quienes, según el periódico de la nota roja del día siguiente, se
dedicaban a extorsionar y secuestrar. Ni modo (¿?). Así será mientras nada de
esto cambie estructuralmente.
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