lunes, 27 de mayo de 2013

El pequeño mago de Messkirch por José María Pérez Gay

El día de ayer falleció el germanista José María Pérez Gay. Tomé clases con Pérez Gay hace ya algunos años en la Facultad de Filosofía y Letras. El estricto rigor filosófico de sus clases era subsanado por la pasión desbordante con las que se entregaba en cada sesión. Sus clases eran verdaderamente un espectáculo. Todo un maestro. 
Reproduzco aquí un texto excelente, escrito por él, donde relata su único encuentro con el filósofo de la Selva Negra, Martin Heidegger, y donde expone, con un lenguaje literario, algunos aspectos del pensamiento del filósofo. Una versión reducida de este ensayo se encuentra publicada en su reciente libro La profesía de la memoria. Ensayos alemanes
El día que conocí a Martin Heidegger
Hacia principios de septiembre de 1965, Ramón Cortés Alaminos me propuso pasar unos días en París para olvidarnos de una pesadilla: el semestre de verano en la Universidad Libre de Berlín. Por ese entonces los dos teníamos la beca de posgrado de la Comisión de Universidades Alemanas, estudiábamos en Berlín Occidental y habíamos presentado unas semanas antes nuestro examen de alemán superior, sin el cual no podíamos seguir estudiando en la Universidad. Ramón Cortés Alaminos, boliviano, estudiante de filosofía, tenía veintinueve años y me llevaba una ventaja considerable. Había estado trece años en el Colegio Alemán de La Paz, hablaba el alemán de corrido y sin acento, estudió en Caracas la licenciatura en filosofía, frecuentó los seminarios de los profesores Juan David García Bacca y Ernesto Matín Valenilla y preparaba su tesis de doctorado sobre La idea de la técnica en la filosofía de Martin Heidegger.
Yo, en cambio, tenía veintidós años y no hablaba una palabra de alemán, había estudiado la licenciatura en Comunicación en la Universidad Iberoamericana y obtenido una beca para estudiar sociología y germanística. A partir de septiembre de 1964, la Dirección del Instituto Goethe decretó confinarme siete meses en un pueblo del sur de Baviera, Brannenburg-Degerndorf, a unos cinco kilómetros de la frontera austriaca, para aprender el alemán. Por esos días nunca me hubiera imaginado que iba a permanecer dieciséis años en Alemania. No obstante, aprender el alemán era mucho más difícil de lo que todos sospechaban. Los siete meses en el Instituto Goethe fueron una introducción a los principios del idioma, no me sirvieron de gran cosa. Al final del curso leía los periódicos sin problemas, quizá una novela no muy complicada, pero no podía explicar un texto a fondo, ni mucho menos escribir en alemán. Me harían falta todavía seis semestres en la Universidad, los días de vigilias y gramáticas, del diccionario Slabý-Grossmann, que no acierta nunca con el matiz preciso, de la acrobacia de las declinaciones, de los verbos y sus prefijos separables, de las voces compuestas y las vocales abiertas.

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