por Elena Poniatowska
El
15 de agosto de 1994, invitados por el subcomandante
Marcos, acudimos a la Primera Convención Nacional Zapatista en La Realidad,
cerca de San Cristóbal, en las montañas del sureste mexicano, para la cual los
zapatistas habían construido, en medio del bosque con troncos de árbol y lonas
de gran tamaño, una nave como la de Fitzcarraldo, el personaje de Werner
Herzog, absolutamente extraordinaria. De pronto, después de que saludaran desde
un presidio improvisado los invitados de honor, Carlos Payán, Alberto Gironella
(quien donó una magnífica pintura de Zapata que desapareció con la tempestad),
Pablo González Casanova, Luis Villoro, doña Rosario Ibarra de Piedra, Eraclio
Zepeda, Antonio García de León, Manuel Tello, el fotógrafo Heriberto Rodríguez
y otros, cayó una tempestad que tiró a tierra las velas, es decir, el techo de
la enorme tienda de campaña donde se celebraría el primer congreso zapatista.
Ya el Sup nos había dicho antes de
que cayera el primer aguacero que fue arreciando: “No le hagan caso a la televisión,
a la radio; no se pasmen, no se vendan, no se rindan, no se dejen, no tengan
miedo, no se callen, no se sienten a descansar”. Todos nos mojamos, nos
enlodamos y absolutamente empapados fuimos a refugiarnos a otra tienda más o
menos improvisada en la que mal que bien nos acomodamos para pasar la noche,
alineados sobre la tierra mojada como sardinas. Éramos más de 70. Otros no
corrieron con la suerte de un techo y pasaron la noche bajo el agua entre Durito, el escarabajo y el viejo Antonio
que repetía Ocosingo, Oventic, Altamirano, Las Margaritas, La Independencia,
Trinitaria. “No te puedes dormir así, te vas a enfermar” —me dijo Eugenia León,
quien me prestó un pantalón que de tan largo me impedía caminar. Mariana
Yampolsky, a quien le quitaron su cámara, la pasó muy mal. “No puedo vivir sin
mi cámara”. Graciela Iturbide tomaba fotos con una pequeña que escondió en su
bolsillo. Monsiváis decretó que se había torcido un tobillo y fue a pasar la
noche en el único sitio en el que había un catre: la enfermería. Fui a
visitarlo: “Te pasas de listo”. Jesusa Rodríguez encontró una hamaca y ofreció:
“El que sabe dormir en hamaca, que venga”. Margarita González de León se
preocupaba por la fosa séptica y el papel del excusado. Alguien dijo que el subcomandante Marcos, su pipa en la
boca, se había asomado por una abertura a ver cómo íbamos y eso nos animó a
todos. Al físico Manuel Fernández Guasti se le ocurrió sacar una pequeña
guitarra y entonar con su jarana una y otra pieza recordándonos a Veracruz.
Otros, agotados como Enrique González Rojo, pidieron que se callara y los
dejara dormir. La mayoría nos lamentábamos y llorábamos nuestra desventura,
cuando de pronto oímos a Juan Gelman que nunca levantaba la voz: “Dejen ya de
quejarse. Es una vergüenza escucharlos”. De pie, enojado, una cobija sobre los
hombros, siguió: “Si venimos aquí es para ayudar, no para complicar más las
cosas”. No recuerdo si dijo algo más, pero sí el tono de su voz y la autoridad
que emanaba de su figura alta a media tienda de campaña. Todos nos callamos
avergonzados. Jesusa me recordó: “La dictadura militar de Argentina eliminó a
30 mil, y él es un luchador”. A la mañana siguiente fui a abrazarlo y todavía
me dijo con la bondad que siempre vi en sus ojos: “Córrele, a ver si alcanzas
café caliente. Allá, debajo del árbol, lo está repartiendo Moisés”.
No
sé si los zapatistas tenían una clara conciencia de quién era su ilustre
visitante, a lo mejor el poeta que escribió “Ahí está la poesía de pie contra
la muerte” era sólo uno más de quienes admiramos al zapatismo. Lo que sí
recuerdo es su entereza y su lealtad que lo hizo ir hasta Chiapas a acompañar a
“los más pequeños” para darles —lo supieran o no— el abrigo de su obra clásica,
cálida, sencilla y, por tanto, indestructible.
*Publicado en La Jornada, el día 17 de enero de 2013
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