Los vivos, en su combate contra los
vivos, utilizan a los muertos como escudo o como instrumento para defender sus
ambiciones y sus intereses.
Karel
Kosik[1]
La historia oficial, la de los “vencedores” y los
grandes relatos del pasado, enseña que los grandes momentos de la historia,
tanto sus inflexiones y coyunturas, como sus transformaciones profundas y
radicales, han sido protagonizadas por los magnánimos personajes. Se complace
en narrar las aparatosas acciones singulares de los grandes héroes, las
acciones de las aventuras individuales y valerosas (caudillos, reyes,
presidentes, conquistadores, etc.) y gusta también de la narración mistificada
de las acciones colectivas de gran alcance, cuando las sociedades se reordenan políticamente,
en las independencias o en las revoluciones, por ejemplo.
Pero esta vinculación directa entre los grandes
personajes y las grandes transformaciones históricas parece ser falsa y
desmesurada. Se tiende a creer que quienes activan la dinámica histórica son los
grandes hombres: los héroes, los visionarios, los futuristas, los valientes,
los emprendedores, los de espíritu de empresa, los atrevidos y arrojados, etc.
Ellos serían los “auténticos” sujetos de la historia.
Sin embargo, esta inclinación por creer que los “grandes
hombres” son los agentes de la activación de la dinámica histórica tiene su
origen en un pathos perverso del ser
humano que nace con una empatía por el vencedor, es decir, una empatía por
el que ganó la partida, por el que tuvo la “razón”, por el dominador, el winner, el que “las lleva de ganar”, por los que “van a la delantera” o,
incluso, por los ya privilegiados, las clases dominantes o los grupos opresores,
por aquellos que encabezan los metarrelatos de los imaginarios colectivos. Se
trata de un pathos perverso porque
nace de la necesidad de inclinarse, aliarse y tomar partido a favor del
dominador para no ser aniquilado por éste; es perverso porque —como critica
Jorge Juanes— parte de la creencia de que “oponerse desde arriba a los de abajo
otorga por sí sólo superioridad”[2].
Esta empatía por el “vencedor” forma parte de uno de
los grandes vicios de la historia tradicional y de la sociedad en general. Con
base en esta empatía, la historia oficial se encarga de homenajear a estos
grandes hombres. Por ello, dice Benjamin:
Más difícil es honrar la memoria de los sin nombre que
la de los renombrados, de los festejados. A la memoria de los sin nombre está
consagrada la construcción histórica. El tercer bastión del historicismo es el
más duro y difícil de atacar. Se presenta como la “empatía con el vencedor”.[3]
Ante esta “empatía por el vencedor” sucumben hasta los
célebres historiadores, como aquel gran historiador del México novohispano: el
maestro Edmundo O’Gorman. Las Meditaciones
sobre el criollismo[4]
y el fabuloso libro Destierro de sombras
pueden ser dos obras en las que su autor, quizá, comete el error de tomar
partido a favor del “vencedor” y analizar los hechos únicamente desde este
punto de vista. El error de O’Gorman consiste en observar el desarrollo de los
procesos históricos partiendo de la convicción de que este desenvolvimiento es propulsado
por los “grandes” personajes. Así, a causa del protagonismo estrepitoso y
ostentoso del personaje principal, su autor no logra observar la importancia
que tienen aquellos personajes que la historia tradicional ha considerado como
el personaje secundario y, por ello, no atina a decir algo sobre el “vencido”.
En este relato histórico, para O’Gorman, “vencedor” y “vencido” tienen nombres
propios: criollos e indios, respectivamente.
En lo que sigue, para ejemplificar uno de estos vicios
de la historia criticados por Walter Benjamin, quisiera hacer algunas
anotaciones sobre lo que el maestro O’Gorman se complace en llamar el “nuevo
Adán”, el criollo novohispano[5],
quien, para él, es el sujeto histórico o el agente de la nueva identidad
americana. Para referirme a este vicio recurrente tomaré como ejemplo particular
el caso de la aparición de la imagen de la Virgen de Guadalupe que O’Gorman
investiga y documenta en Destierro de
sombras. También, aclaro que parto de la lectura que al respecto ha hecho,
ya previamente, el filósofo Bolívar Echeverría, quien critica estos puntos a O’Gorman
y en quien me baso para sostener algunas afirmaciones siguientes. La postura de
Bolívar Echeverría está expuesta en su ensayo Meditaciones sobre el barroquismo,[6]
cuyo irónico título revela que está escrito en abierta polémica y en
contraposición a las Meditaciones sobre
el criollismo de O’Gorman.
1. Los “sujetos de la
historia”: los criollos ó los indios (el vencedor y el vencido)
No cabe duda de que la Conquista material y espiritual,
la de la “espada y la cruz”, fue un suceso histórico convulsionante y un hecho
dramático para las sociedades americanas del siglo XVI. Sin embargo, O’Gorman
investiga el pasado novohispano desde una perspectiva particular: la que
observa a la Conquista como un hecho lineal y unidireccional. Para el autor de La
invención de América se trató de una conquista cuyo proceso de dominación
tuvo siempre una direccionalidad definida: fue una conquista de españoles hacía
los indios o en contra de ellos, pero nunca a la inversa. En última instancia,
la postura de O’Gorman hunde sus raíces en la perspectiva que ve una pugna
entre el dominador y el dominado, en la que éste, para no perecer, tiene que
aceptar categóricamente las condiciones de su dominador. Para O’Gorman, el
proceso de mestizaje forzado al que se vieron llevados los habitantes de la
Nueva España era un proceso semiótico y material cuyo proceso de dominación era
siempre de ida y nunca de vuelta. Es decir, quienes eran alimentados y
adoctrinados en el nuevo código cultural eran los indios, pero nunca al revés. El
sistema de transmisión de contenidos materiales y semióticos del que parte O’Gorman
sólo admite el “viaje de ida” que realiza el emisor (vencedor) en dirección al
receptor (vencido), otorgando con ello actividad al primero y pasividad al
segundo y, con ello, cierra la posibilidad de que el primero pueda convertirse
también en un receptor retroalimentado o de que el segundo pueda enviar su respuesta
al emisor. Pese a todo, afortunadamente, el proceso de comunicación nunca
funciona de forma lineal o unidireccional ni a-políticamente.
¿Por qué, entonces, se parte siempre de la idea de que
los indios son los vencidos y los españoles los vencedores? La idea o el
prejuicio de que se trató de una conquista se encuentra tan fuertemente consolidada
que O’Gorman asume de ese modo el proceso. Por ello, él sólo ve conquista pero
nunca puede ver un momento de contra-conquista;
que es aquí donde se daría la resistencia
del sujeto histórico “vencido”. La postura que comparte una empatía con el
“vencedor” parte de la idea incuestionada de que el indio fue vencido por el
español y que ante ello no hay nada que hacer. Así, a diferencia del indio, el
criollo es quien pudo revitalizar y constituir lo que posteriormente será la
“Nación mexicana”[7].
Para O’Gorman, el poblador del “paraíso americano” —como llama él a estas
tierras— es el criollo novohispano, éste es el Adán Americano. Con ello, O’Gorman
otorga un papel secundario al indio americano. Para él, el “sujeto de la
historia” novohispana es el criollo, no el indio:
El suceso de mayor prestancia y permanencia en los
anales novohispanos que, como un arroyo, precisamente de rebeldía, se hizo
sentir, no bien consumada la conquista, para inundarlo todo al paso en que se
convirtió en caudaloso río. Y ese suceso, ya se habrá adivinado, no es, claro
está, sino el criollismo novohispano.[8]
Puede decirse que O’Gorman se equivoca de sujeto. Considera
como agente de la historia al que sólo es el sujeto reflejo. Confundido por un juego de espejos, el maestro O’Gorman
se equivoca de sujeto histórico y toma como generador o causante a aquel actor
que es en realidad el reflejo de una serie de acciones de mestizaje y
resistencia que los indios venían realizando con anterioridad, pero que a causa
del escaso renombre y reputación histórica de éstos, así como por la exclusión
total (política, social, cultural o religiosa) a la que fueron condenados, no
los puede considerar como activadores de la dinámica novohispana.
Sin embargo, según Bolívar Echeverría, “fue
precisamente la parte indígena de esa población, descendiente de los vencidos y
sometidos en la Conquista, la que emprendió en la práctica, espontáneamente,
sin pregonar planes ni proyectos, la reconstrucción de una vida civilizada en
América”.[9]
Según Bolívar Echeverría, espontáneamente y sin ostentar proyectos, fue la
población diezmada de los indios —aquellos que eran considerados animales,
carentes de decisiones e iniciativas y sin un lugar en la historia— quienes
ejercieron su subjetividad e hicieron
posible la vida incluso en medio de la muerte.
Cepillar la historia a contrapelo desde la perspectiva
que comparte empatía con el “vencido” permite observar que, en algunos casos,
el personaje que la historia oficial considera como el “vencedor” no es más que
el reflejo de un conjunto de gestiones y acciones políticas que las clases
azotadas realizan subrepticiamente y, además, lo hacen siendo acosadas por una
represión constante. Éste es el caso de la historia novohispana del siglo XVI y
XVII.
Sin embargo, puesto que O’Gorman parte del hecho
incuestionado de que los indios son los “vencidos”, está imposibilitado para
conferir capacidad de sujetos históricos
a los indios y, con ello, no puede considerarlos agentes de la historia. O’Gorman
condena, así, a los indios a un papel meramente receptivo, pasivo o in-activo: los
condena al silencio y a ser conquistados. Una conquista que se ha reactualizado
ininterrumpidamente para ellos a lo largo de cinco siglos. Pese a todo,
afortunadamente, al igual que el proceso de transmisión de significaciones, la
historia nunca es unidireccional, en cambio, presenta resistencias y multidireccionalidades
enigmáticas.
2. El guadalupanismo
indiano: sujetidad en resistencia
A causa de todo lo anterior, para O’Gorman, la
creación de la religiosidad guadalupana fue un embuste, una artimaña, una
sustitución o suplantación —éstas son sus palabras— de la antigua religiosidad
mesoamericana por la nueva religiosidad católica. Se trató de una sustitución
que, para poder ser efectiva y cumplir su engaño, debía tolerar la
incorporación de elementos prehispánicos que servirían, dice O’Gorman, de
“anzuelo para los indios”[10].
Así, los indios, carentes de capacidad de discernimiento, aceptaron la nueva
sustitución religiosa y se creyeron el artificio español de que la Santa Madre
de Dios se había aparecido en suelo americano para sus nuevos hijos
desprotegidos.
Por todo esto, para O’Gorman, a la “historia
guadalupana no se le puede conceder mayor antigüedad que de la 1555-1556”[11].
Él considera que el guadalupanismo indiano gestado entre los años de 1531 a 1556
es un catolicismo indígena incipiente, tan incipiente que no valdría la pena
tomarlo en cuenta. El gran historiador del México novohispano omite que fue en
esos años cuando en realidad se gestó el guadalupanismo, y no después, como insiste
en señalarlo a lo largo de las 284 páginas que argumentan Destierro de sombras. Para él, el guadalupanismo solamente nace a
partir de 1556 como una imposición y suplantación española. Con esta
afirmación, omite todos los datos anteriores. Incluso observa que,
efectivamente, hay indicios en su documentación
(y recuérdese que, como siguiere Carlo Ginzburg, el historiador debe partir de
los indicios) que la convertirían en una investigación inconsistente. Observa,
por ejemplo, que el catolicismo gestado por los indios novohispanos entre 1531
y 1556 fue más fuerte que el catolicismo castizo. Observa también que este
catolicismo incipiente fue tan fuerte que incluso los criollos llegan a
sucumbir ante la nueva religiosidad indígena. O’Gorman observa que el “padre
putativo” de la religiosidad guadalupana, tanto para indígenas como para
criollos, es el indio Antonio Valeriano, “inventor del guadalupanismo indígena”[12],
pero omite este indicio que lo llevaría a replantear toda su investigación. Prefiere,
en cambio, considerar este indicio como una “contradicción extraña” o una
“paradoja” al interior de la propia historia en vez de cuestionar su marco
teórico:
Vamos a concluir, entonces, que no sólo debe atribuirse
a éste [Antonio Valeriano] la paternidad del guadalupanismo indígena, sino,
paradójicamente, la paternidad putativa del guadalupanismo criollo. Tales las
extrañas contradicciones de la historia cuando, bajo el imperio de una
necesidad vital, se tiene que creer en lo que en un momento dado se tiene que
creer, condenado al silencio el impertinente clamor de la crítica histórica.[13]
Por otra parte, los datos aportados por el propio O’Gorman
permiten observar que en 1556 la Iglesia novohispana sólo oficializa el catolicismo
guadalupano que ya había surgido con anterioridad entre los propios indígenas
desde 1531. Todavía hoy no es clara la fecha precisa de aparición de la Virgen
de Guadalupe. O’Gorman toma como fecha de aparición del culto a la Virgen los
meses que van de noviembre de 1555 a septiembre de 1556, meses entre los que
debió ocurrir el cambió de la imagen de la Virgen de Guadalupe por una nueva,
la cual, supuestamente, debe ser la misma imagen que conocemos hasta el día de
hoy y que reposa en la Basílica de Guadalupe.[14]
Sin embargo, como documenta el infatigable trabajo de O’Gorman, desde 1531 ya
existe un incipiente culto a la “Santa Madre de Dios”. Se trata de un culto a
una virgen —no se sabe cuál o, al menos no es alguna advocación particular de
la virgen María— que en las crónicas sólo figura con el nombre de “La Madre de
Dios” o “Santa María”.
Por ello, puede decirse que el yerro del maestro O’Gorman
está en su punto de partida mismo. El error se encuentra, sin exagerar, en el
título, en el subtítulo e incluso en la dedicatoria misma de su libro, Destierro de sombras. Luz en el origen de la imagen y culto
de Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac. El libro pretende eliminar
sombras y oscurantismos, es decir, quiere echar luz sobre las tinieblas de la
fe guadalupana y, más bien, pretende explicar cómo fue la invención embustera de
la imagen de la Virgen de Guadalupe, un culto que posteriormente daría paso a
toda una fe religiosa que nuestro historiador, en la dedicatoria de su libro,
considera un “credo absurdo”. Para O’Gorman se trataría, por una parte, de un
credo tan absurdo que, faltos de raciocinio y en medio de una excesiva
idolatría, sólo podían haberlo creído las mentes “pueriles” de los indios del
siglo XVI, quienes “aceptarían de grado esa mudanza al no entender cabalmente
que no se trataba de su antigua diosa”,[15]
y, por otra parte, se trataría de un credo embaucador pero tan perfectamente
armado que sólo podían haberlo maquinado las mentes “adultas” y “maduras” de los
españoles.
Por todo esto, donde Edmundo O’Gorman ve una estafa y
una imposición, nosotros debemos ver, en cambio, un ejercicio de subjetivad y de resistencia por parte de los indios.
Son ellos quienes toman decisiones y quienes juegan un papel completamente
activo, quienes (re-)inventan formas culturales y a quienes se debería la autoría
o la “agencia” de la construcción del catolicismo guadalupano. Por ello, según
Bolívar Echeverría, la resistencia indiana “no fue sólo una resistencia de
contra-conquista o de mestizaje por absorción de lo otro, lo europeo, sino que
fue también una resistencia indirecta o escondida, de ‘trans-conquista’ o de
mestizaje por infiltración en eso otro europeo”[16].
Los indios no sólo se resisten a ser conquistados, sino que también empiezan a
infiltrar al catolicismo castizo con la intromisión de sus elementos indígenas.
Se trató de un acto de resistencia indiana que estuvo
ejecutado con la finalidad de corroer formalmente
—no substancialmente, en efecto— el culto católico de los españoles, para así
formar una tercera religiosidad, completamente distinta de las dos formas
religiosas anteriores, es decir, se trata de una fe que tras-ciende no sólo la
religiosidad mesoamericana sino también la religiosidad castiza. Los indios del
siglo XVI no modificaron sustancialmente
el culto castizo, sino que lo modificaron sólo formalmente. Con ello, no transforman la “sustancia” misma o el
“núcleo duro” del catolicismo español, sino que sólo lo alteran en su “forma” o
“exteriormente”. Sin embargo, esta transformación “formal” o de aspecto
“exterior” en el guadalupanismo es tan fuerte en los “imaginarios” religiosos
que hace que el catolicismo indígena no se identifique de ningún modo con el
catolicismo castizo. Aunque se trató de una transformación meramente “formal”,
este hecho hace que tenga la apariencia de una transformación “substancial”. En
este fenómeno reside el carácter barroco que Bolívar Echeverría observa en las
sociedades latinoamericanas[17].
En estas sociedades la “substancia” de un fenómeno reside en su “forma”, y no
al revés.
Por ello, el guadalupanismo de los indios novohispanos
tuvo que crear una imagen mestiza, “substancialmente” española pero
“formalmente” indiana para la nueva religiosidad. Los creadores de este nuevo
culto serían, paradójicamente, los indios y no los criollos ni los españoles,
tal como lo quiere hacer ver O’Gorman. Los indios serían los sujetos de la
historia novohispana: Antonio Valeriano, a quien se atribuye la autoría del Nican Mopohua, es un indio; Marcos, el
probable autor de la pintura de 1556, también es un indio; y, en términos
generales, los indios del siglo XVI fueron quienes se encargaron de mestizar el
catolicismo europeo mientras se mestizaban a sí mismos. A los españoles, por su
parte, se les puede reconocer el hecho de que ellos fueron quienes, con el
nombre de Guadalupe, bautizaron a la Virgen indígena que los indios veneraban
ya desde 1531. Aunque no le otorga importancia, este hecho es reconocido por el
propio O’Gorman. Él se da cuenta de que “al imponerle los españoles el nombre
de Guadalupe a la imagen que se hallaba en la ermita del Tepeyac […], la
incorporaron a la comunidad o ‘república’ de los españoles, reclamándola como
propia de ésta”.[18]
Es decir, los españoles perciben que la Virgen del Tepeyac no les pertenece,
puesto que sería una creación india. De modo que cuando le asignan ese nombre
lo que hacen es “reclamarla” como si fuera de ellos; lo que hacen es
españolizar algo que ya se ha indianizado de más. Al ponerle un nombre español
a la Virgen india lo que hicieron “fue purgar la imagen de la mancha [¡sic!] del origen de su procedencia”[19].
Por ello, siguen siendo válidas las preguntas: ¿los
indios fueron simplemente convertidos a un nuevo culto —como supone O’Gorman—
o, más bien, se dejaron convertir al nuevo culto al tiempo que ellos convertían
ese culto castizo en uno mestizo? Pensemos en una pregunta más básica: ¿de qué
se trataba inicialmente? ¿Se trataba de cristianizar lo indio o de indianizar
lo cristiano? La historia oficial sostiene que los “vencedores” son quienes se
encargan de evangelizar unidireccionalmente a los indios. Sin embargo, ¿quién
conspiró contra quién? ¿Conspiran los españoles contra los indios al sabotear
el culto a la Tonantzin y derruir a los antiguos dioses o, en cambio, conspiran
los indios contra el culto mariano al infiltrarlo “sutilmente” con elementos mesoamericanos?
Incluso los frailes que se encargaron de la conversión
de los indígenas, escribe David Brading, “desdeñaron la religión india y no
hicieron ningún esfuerzo por adaptar el evangelio cristiano a los valores de la
cultura indígena. Antes bien, al igual que sus contrapartes seglares, dieron a
los indios un tratamiento de niños”.[20] Por
ello, puede decir que la devoción “ingenua” o “pueril” del indígena a la Virgen
de Guadalupe arrasó también a los altos estratos criollos. Ciertamente, en sus
primeras décadas se trató de una devoción principalmente indígena, en la cual
se muestran simultáneamente elementos de mestizaje y resistencia. Muy poco
tiempo después, el culto guadalupano se extendió fácil y espontáneamente entre
las propias huestes de Cortés, españoles provenientes de Extremadura, a
quienes, como documenta el propio O’Gorman, la Virgen Morena les resulta
sumamente milagrosa. Y, a partir del siglo XVII, el culto se extendió paulatinamente
e incluso con entusiasmo a las clases altas de la Nueva España. Finalmente, al
inicio del siglo XIX, aunque con otros fines y por otras razones bien marcadas,
los criollos utilizarán a la Virgen como estandarte en el movimiento de Independencia.
Hoy, todavía, la imagen de la Virgen es un símbolo de resistencia para algunos
movimientos sociales. Su utilización en este caso está hecha para subvertir los
códigos dominantes. Esto no quiere decir que la Virgen Morena sea per se un símbolo de resistencia social
—nada sería más falso y tampoco he intentado defender esa idea—, ya que, por
ejemplo, fue tomada como bandera por la milicia fundamentalista durante la
Guerra Cristera y, actualmente, es un instrumento de “enajenación religiosa”.
3. Conclusión
Finalmente, parece que si recuperamos la perspectiva
del “vencido” como sujeto de la historia, podríamos aportar el indicio de que
muy probablemente el guadalupanismo es un producto de la resistencia y reactualización
de una identidad amenazada, la cual en medio de un contexto de destrucción y
muerte, a punto de la aniquilación, pudo ejercer su subjetividad y logró que
sobrevivieran algunos de sus códigos culturales y religiosos mesoamericanos en
un elemento completamente ajeno y, en principio, hostil hacia ellos. De este
modo, para Bolívar Echeverría, la historia del siglo XVI y XVII es la historia
de la destrucción y reconfiguración de la “forma natural” de una identidad
humana que debió abrirse al mestizaje y, con ello, logró reivindicar su
subjetividad. Para lograrlo debió ocupar la estrategia barroca de resistencia,
consistente en una afirmación de la vida
incluso en medio de la muerte.
Por todo esto, tanto para Walter Benjamin como para
Bolívar Echeverría, la tarea del historiador materialista radica en salvar al
pasado y en redimir al oprimido. La historia positiva y oficial, en cambio, ha
condenado sistemáticamente a los indios a lo largo de 500 años a permanecer
como vencidos. Por ello, el compromiso del historiador materialista no es con
las generaciones futuras, sino con las generaciones pasadas y vencidas. Su
función es liberar el pasado oprimido. No se trata de vengar al pasado en el
presente, sino de simplemente de hacer justicia
a los “vencidos”, de vengarlos a ellos.
Gustavo García Conde
Gustavo García Conde
[2] J. Juanes, Walter Benjamin: física del graffiti,
México, Dosfilos, 1994, p. 61.
[3] W. Benjamin, op. cit.,
p. 92.
[4] E. O’Gorman, Meditaciones sobre el criollismo, México,
CEHM-Condumex, 1970, 45 pp.
[6] B. Echeverría,
“Meditaciones sobre el barroquismo”, en Modernidad
y blanquitud, México, ERA, 2010, pp. 183-207.
[7] El discurso de O’Gorman,
por otro lado, quizá es propio de su época, pues sólo tendría sentido tomar
partido a favor del criollo si es que también se comparte una postura
nacionalista. El personaje del que se nutre el nacionalismo mexicano es el
criollo y no el indígena: el primero representa las aspiraciones sociales,
políticas y hasta raciales, mientras que el segundo representa para la “Nación”
alguien de quien se puede prescindir. Una perspectiva nacionalista, por
supuesto, está excluida para todo discurso crítico.
[8] E. O’Gorman,
“Meditaciones sobre el criollismo”, Memorias
de la Academia Mexicana, México, Academia Mexicana, 1975, T. XXI, p. 91.
[11] Ibid.,
p. 91.
[12] Ibid.,
p. 59.
[13] Ibid.,
p. 61.
[20] D. Brading, La Virgen de Guadalupe. Imagen y tradición,
México, Taurus, 2002, p. 547.