jueves, 19 de abril de 2012

Octavio Paz: lo que no es posible re-decir I/II

A propósito del 14° aniversario de la muerte de Octavio Paz, se publica hoy en La Jornada uno de sus poemas (por lo demás, la nota pasa desapercibida en los medios):
La poesía
siembra ojos en la página,

siembra palabras en los ojos.
Los ojos hablan,
las palabras miran,
las miradas piensan.
Oír
los pensamientos,
ver
lo que decimos,
tocar

el cuerpo de la idea.
Los ojos
se cierran,

las palabras se abren.
Actualmente se ha dicho que en nuestro país no hay intelectuales. Los últimos pertenecientes a esta “casta” han perecido. Se cita, como ejemplo distinguido, a Octavio Paz, quien representa al gran intelectual mexicano. “México” puede sentirse “orgulloso” de tener un Nobel en letras, pues la sumisión a la que este país ha sido sometido durante 500 años —resultado perfeccionado de la dominación extranjera y local, de propios y extraños, entre otras cosas— hace que se padezcan condiciones humillantes de ignorancia.
Paz formó parte de los intelectuales que tuvieron la intención de determinar la “identidad del mexicano”. El laberinto de la soledad es el libro más leído de este autor y es, también, uno de los libros más leídos a nivel nacional. La gran cantidad de reimpresiones de este libro es sorprendente y los tirajes en versiones “piratas” hacen las veces de un homenaje furtivo para su autor.
Respecto de otros “pensadores de lo mexicano”, la postura de Octavio Paz sobre “el mexicano” es mucho más cuidadosa. Pese a todo es sumamente vergonzosa. Sus expresiones sobre el pachuco y sobre la Malinche son insufribles. Lo que Paz describe no es el “laberinto del mexicano”, es, en cambio, una muestra del laberinto al que se ve llevado Paz cuando intenta pronunciar una palabra sobre la “identidad del mexicano”; laberinto en el que, por cierto, se encerrará cualquiera que esté dispuesto a re-decir un discurso reivindicador de las identidades nacionales.
El pachuco
Producto quizá de su heideggerianismo, la palabra «nada» recorre las páginas que hablan sobre el pachuco. Paz cree que el pachuco se ve llevado a un impasse ontológico. Pero el pachuco es quien tiende una trampa a Paz, pues éste no puede resolver qué es el pachuco. Producto, también, de la razón mecánica —para la cual si algo no está arriba, está abajo; si algo no es blanco, entonces será negro; si algo no está a la derecha, estará a la izquierda; o de que todo aquel que no esté conmigo está en mi contra—, Paz no atina a saber dónde colocar al pachuco, ese ser a medias; el que no es ni mexicano ni estadounidense; el que es y no es; el que está condenado a la «nada».
 Para Paz, el pachuco es una persona extravagante por su vestimenta, su andar y por el tono de su voz. Es alguien que ha decido renegar de la práctica del código identitario del mexicano y, rehuyendo de ello, ha intentado asumirse como semiestadounidense. Sin embargo, en este renegar, el pachuco no puede ni afirmarse como mexicano ni como estadounidense. Su identidad es “fronteriza”. Ella es una moneda lanzada al aire que ingenuamente intenta negar la ley de la gravedad para nunca determinar su inextricable destino: la definición identitaria. Para Paz, el pachuco “no es nada”.
Pese a todo, Paz no logra darse cuenta de que en este medias ens que él observa en el pachuco, radica la “singularidad reivindicable” de éste. El pachuco no es alguien que esté llamado a no poder realizarse, sino es, más bien, alguien sub-versivo, in-conforme, resistente. El pachuco muestra los límites del discurso sobre la identidad de lo mexicano. Muestra, también, la ruptura “dialéctica” de fronteras que ocasiona el chicanismo. Paz se equivoca. El pachuco no es, como sostiene el autor, la presa que quiere ser cazada y que se viste llamativamente para ello.
El pachuco es, más bien, quien pone un reto; quien pone en evidencia lo reducido de la identidad mexicana que por cierto, por aquellos años, se esfuerza por hacerse cifrable en la figura del charro mexicano o de Pedro Infante y Javier Solís. El pachuco sería, más bien, quien lanza un desafío a la mentalidad intelectualista de la década de los 50s. Irónicamente, el cazado es Paz: él es la presa. El pachuco le tiende una trampa; le lanza un reto a Paz y éste no logra sortearlo porque ni siquiera logra verlo. El pachuco hace evidente la cerrazón de Paz.

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