Acababa de amanecer y me alistaba para salir de casa. Me despedí de mi papá y de mi abuelo. El cuadro entre ellos era el siguiente: mi papá curaba uno de los dedos de la mano de mi abuelo, quien desde hace algunos días tiene una herida que no sana y que ya se ha infectado. Papá lavaba y untaba medicamentos sobre la herida del abuelo, quien ha trascendido quizá más de noventa años (no se sabe bien) y que por ello mismo —y como ya es sabido— hay que cuidarlo como a un niño.
Me quedé a observar el tratamiento, pensando que el mismo cuadro se repetirá en algunos (muchos) años y que entonces yo deberé hacer lo propio con la misma atención. El (más) viejo aguantaba el dolor y el otro (menos) viejo tallaba sin dolor. Finalmente, mi padre terminó.
—Ya ve que sí le dolió —dijo mi padre al abuelo—. Se cuida el dedo para que no le tenga que seguir lavando. Ya no ocupe esa mano.
—¡Y qué voy a lavar mi ropa con una mano! —contestó el abuelo a mi padre.
Me quedé a observar el tratamiento, pensando que el mismo cuadro se repetirá en algunos (muchos) años y que entonces yo deberé hacer lo propio con la misma atención. El (más) viejo aguantaba el dolor y el otro (menos) viejo tallaba sin dolor. Finalmente, mi padre terminó.
—Ya ve que sí le dolió —dijo mi padre al abuelo—. Se cuida el dedo para que no le tenga que seguir lavando. Ya no ocupe esa mano.
—¡Y qué voy a lavar mi ropa con una mano! —contestó el abuelo a mi padre.
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