El pasado lunes 7 de diciembre falleció el arqueólogo Lorenzo Ochoa Salas, profesor del Colegio de Historia y del Posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras e investigador del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
En las clases del profesor Lorenzo Ochoa se encontraban las mejores instrucciones acerca de cómo realizar historia antigua de México, pues de formación arqueológica antes que de historiador, Lorenzo Ochoa exigía hacer la historia del México antiguo con los datos que nos podía proporcionar la investigación material del pasado: él siempre insistía en que son los restos materiales los que nos pueden dar la mejor versión del pasado antes que nuestras modernas mentes imaginativas.
Según Lorenzo Ochoa, en la actualidad, el historiador de Mesoamérica ocupa más su poder interpretativo que su formación historiográfica. Ciertamente, como toda ciencia, la arqueología necesita de la correcta interpretación de los datos por parte del investigador para crear nuevas teorías y conceptos, así como para encontrar relaciones entre los fenómenos estudiados. Pero Lorenzo Ochoa insistía en que el arqueólogo debe de detener en un momento su imaginación, pues se corre el riego de obtener resultados ficticios.Desde el primer día que tomé clase con él, quedó claro que ahí se haría una revisión del pasado pero a contrapelo. El primer ejemplo de ello fue acerca de la dieta que pudieron haber tenido los antiguos pobladores. ¿Qué comían? —nos preguntó él. Y comenzó su crítica: nos decía que redoráramos la primer sala sobre las culturas prehistóricas del Museo Nacional de Antropología. Ahí —dijo él— se encuentra una maqueta en donde unos cazadores han apresado a un enorme mamut en medio del fango y con ello se pretende hacer ver cómo casaban los habitantes antiguos y qué comían. Sin embargo, en su dieta nunca estuvo el mamut, a pesar de que esta sea una idea que nosotros tenemos desde la primaria.
Él continuaba, imagínense qué tan gruesas debían ser las lanzas de los cazadores para perforar la gruesa piel del mamut. Imagínense lo riesgoso que hubiera sido ser atacado por ese enorme animal. Imagínense que en el supuesto caso de que el animal muriera a causa de los cazadores, cuánta carne de él hubieran podido consumir antes de que el animal se pudriera en unos cuantos días.Este es un ejemplo muy simple de lo que Lorenzo Ochoa exigía hacer cuando uno se pregunta sobre el pasado. Los ejemplos, claro está, eran más complejos y más críticos respecto al modo de historiar llevado a cabo sobre todo por historiadores norteamericanos, quienes —nos decía él— siempre tienen la mente muy despierta pero nos dicen poco sobre los hechos.
Las “rencillas” con Alfredo López Austin
Alfredo López Austin —sin duda— otro gran historiador del México antiguo, es quien frente a Lorenzo Ochoa acaparaba en sus clases a los alumnos de estudios mesoamericanos en la Facultad de Filosofía y Letras, pues mientras Lorenzo Ochoa tenía alrededor de 10 estudiantes —algunas veces menos—, Alfredo López Austin podía superar los 120.
Los que tomábamos clase con Lorenzo tuvimos la gran oportunidad de escuchar las críticas que él hacía a López Austin, las cuales a veces eran tan incisivas que uno bien podía pensar que lo que estaba de fondo era en realidad un conflicto personal. Las rencillas que tenían y que eran más que visibles en las discusiones que ambos tenían en las prácticas de campo que se realizaban, tenían sólo un trasfondo metodológico: Lorenzo era arqueólogo y Alfredo es historiador.
A diferencia de la arqueología, el historiador del México antiguo tiene más rango de interpretación, pues apoyado en datos arqueológicos, historiográficos, orográficos, lingüísticos o etnográficos puede explicar el pasado con la herramienta de su interpretación (imaginación). Sin embargo, el arqueólogo sólo debe ceñirse a los resultados materiales de sus análisis. Éste último, puede decir muy poco sobre la ideología, la religión o la cosmovisión de los antiguos pobladores, mientras que el historiador puede echar a andar su mente, aunque sus conclusiones pueden, finalmente, sólo ser producto de sus fantasías. Este era el conflicto que Lorenzo tenía con Alfredo López Austin. El primero pedía al segundo detener su poder de interpretación.
Yo, particularmente, me quedó con la propuesta de Lorenzo Ochoa, que aunque puede dar menos páginas sobre el pasado, éstas pueden estar más cerca de lo que significaba una tal o cual cosa para los antiguos pobladores.
Curiosamente, abandoné la pasión que alguna vez tuve por la historiografía para cambiarme a la carrera de Filosofía. Una vez en Filosofía, seguí tomando los cursos tanto con Alfredo López como con Lorenzo Ochoa. De éste último aprendí que a veces ponemos más de lo que verdaderamente hay en tal o cual hecho. Aprendí a detener mi imaginación en un determinado momento y ceñirme a lo que dice el texto. Aún no sé qué tan “malo” sea esto, pero aún lo practico. Esta necesidad de crítica sobre el pasado, se mi hizo un método para investigar a cualquier filósofo.
Asistí a la práctica que se efectuó en Oaxaca en septiembre del año anterior. Ahí hablaría por última vez con este gran arqueólogo. Lorenzo me pregunto: —Con ésta, ¿cuántas veces has venido con el grupo de Mesoamérica a Oaxaca?
Naturalmente, no importa mi respuesta, pues sólo él y yo sabíamos que ya eran muchas veces las que me anexaba a las prácticas como oyente del curso.
En realidad estuve a punto de no asistir a esa práctica, pues ya me daba mucha vergüenza con Lorenzo Ochoa; pero tuve un motivo especial para ir.
Cuando regresé de la práctica —e incluso en mi estancia en ella— y después de esta pregunta de Lorenzo Ochoa, resolví que jamás iría a otra práctica. Así será…
Descanse en paz
(Foto de Fernanda Melchor)
No hay comentarios:
Publicar un comentario