
Por ello, cuando Benjamin habla de un arte político se refiere a aquel arte que, gracias a su gran capacidad de reproducción técnica, puede ser puesto al servicio de las masas y ser democratizado. El arte político se refiere, también, a aquel arte que en su propuesta permite que los consumidores del arte puedan volverse también productores o cuando el autor de una obra se vuelve un transformador del aparato de producción artístico. Aquí es donde Benjamin, por ejemplo, en El autor como productor (1934), exige generar valores de uso revolucionarios refuncionalizando las técnicas artísticas, esto es, transformando el aparato de producción.
Lo revolucionario en la obra de arte se puede entender mediante el concepto de técnica, pues son las revoluciones técnicas las que constituyen las transformaciones del desarrollo artístico, a través de las cuales las nuevas tendencias salen a la luz. En cada nueva revolución técnica, la tendencia pasa de ser un elemento muy oculto del arte a ser un elemento manifiesto. Así, un criterio decisivo de una función revolucionaria del arte consistiría en la medida en que los progresos técnicos desembocan en una transformación funcional de las formas del arte. Con lo cual, dice Benjamin, “surge realmente una nueva región de la consciencia”. [1]
Con esto último, nos dice Benjamin, que lo decisivo en la introducción de la tecnificación en el arte no sólo es la modificación estructural del arte mismo, sino también la transformación de la percepción y —con ello y en última instancia— la trasformación de la experiencia. Por ello, la postura de Benjamin no se restringe a un planteamiento ideológico, político o estético, sino que ella tiene fuertes implicaciones epistémicas. Esta sería una de las posibilidades revolucionarias del arte, pues con la transformación de la recepción del arte se altera la percepción, lo que trae consigo una nueva forma de percibir; se ofrecen nuevas formas de pensar que traen consigo cambios radicales en la subjetividad.
[1] W. Benjamin, “Réplica a Oscar A. H. Schmitz”, Obras, Madrid, Abada, 2009, libro II, vol. 2, pp. 368-369.
Lo revolucionario en la obra de arte se puede entender mediante el concepto de técnica, pues son las revoluciones técnicas las que constituyen las transformaciones del desarrollo artístico, a través de las cuales las nuevas tendencias salen a la luz. En cada nueva revolución técnica, la tendencia pasa de ser un elemento muy oculto del arte a ser un elemento manifiesto. Así, un criterio decisivo de una función revolucionaria del arte consistiría en la medida en que los progresos técnicos desembocan en una transformación funcional de las formas del arte. Con lo cual, dice Benjamin, “surge realmente una nueva región de la consciencia”. [1]
Con esto último, nos dice Benjamin, que lo decisivo en la introducción de la tecnificación en el arte no sólo es la modificación estructural del arte mismo, sino también la transformación de la percepción y —con ello y en última instancia— la trasformación de la experiencia. Por ello, la postura de Benjamin no se restringe a un planteamiento ideológico, político o estético, sino que ella tiene fuertes implicaciones epistémicas. Esta sería una de las posibilidades revolucionarias del arte, pues con la transformación de la recepción del arte se altera la percepción, lo que trae consigo una nueva forma de percibir; se ofrecen nuevas formas de pensar que traen consigo cambios radicales en la subjetividad.
[1] W. Benjamin, “Réplica a Oscar A. H. Schmitz”, Obras, Madrid, Abada, 2009, libro II, vol. 2, pp. 368-369.